La
Biblioteca Municipal de Alcoi conserva un curioso tratado moralista del siglo
XVII. Un volumen singular de una edición de 1672 y que está considerado como uno
de los manuales misóginos del Barroco hispano.
[Artículo publicado en el diario INFORMACIÓN]
Los tratados
sobre lo femenino tienen gran arraigo en la literatura hispánica. Y entre ellos
destaca la aportación del valenciano Jaume Roig con su “Espill”, escrito en
torno a 1460, más o menos cuando Joanot Martorell comenzaba la redacción del
“Tirant lo Blanc”. “L’Espill” es una feroz diatriba contra las mujeres que se
enmarca en el debate sobre la condición femenina que se suscita en la
literatura desde el siglo XIII. Debido a su exagerada posición en contra de las
féminas, a Roig se le achaca haber escrito el manual por excelencia de la
misoginia medieval. Su repercusión fueron ya tan contundente en su época que
algunos críticos literarios consideran que la contestación a la misoginia del
libro de Roig fue lo que impulsó a sor Isabel de Villena a escribir su Vita Christi.
De título casi
inacabable, “Noticias muy necessarias que deven todos saber para que les sea
fácil el camino de el Cielo, pues por no saberlas, y executarlas, pudiendo, se
han condenado un sin número de Almas, particularmente de las Señoras, y demàs
Mugeres”, se trata de un impreso de finales del siglo XVII, toda una rareza al
tratarse del único ejemplar conocido en España y que se puede consultar en la
Biblioteca Municipal. Según un estudio de la profesora María Luisa Candau, este
librito está considerado un ejemplo de los manuales misóginos por excelencia
del Barroco hispano.
Con la
Contrarreforma religiosa impulsada desde el Concilio de Trento, los tratadistas
tratan de recuperar los valores tradicionales femeninos frente al ambiente
cortesano del renacimiento: una mujer sumisa, austera, discreta, laboriosa, virgen
y casta. Y sobre ella centran sus ataques, en la naturaleza defectuosa del sexo
femenino, bien por su nacimiento, bien por su inclinación al mal desde su aparición
en el Paraíso. Una tradición cultural que aunaba imágenes de mujeres
convertidas en símbolos del mal, la tentación y la desgracia, como Eva y la
manzana, y la expulsión del Paraíso, o Pandora y su curiosidad, origen de los
males futuros. Esta cultura misógina se transmitió a los autores barrocos, los
confesores y los predicadores que la propagaban desde sus escritos, el púlpito
o el confesonario.
La aparición de
los escotes en los vestidos femeninos dio lugar, además, a que estallase una sorprendente
“polémica de los escotados” entre
los autores religiosos, quienes debatían en torno a la naturaleza de la
gravedad del pecado de las mujeres por el lucimiento de sus pechos. Para unos,
pecado venial; para otros, siguiendo a los Padres de la Iglesia, pecado mortal.
Los moralistas del Barroco atacaban por extensión todo lucimiento en el atavío.
En el caso de las mujeres, las galas y adornos perseguían, pensaban ellos,
objetivos de mayor calado: atraer miradas, halagos y, en el peor de los casos,
amantes.
La confesión (c. 1750) de Pietro Longhi |
Los contactos
físicos que se producían en la confesión tenían, ciertamente, en constante
alerta a los obispos. A mediados del siglo XVI se introdujo el confesionario
para establecer una barrera física efectiva entre el confesor y la penitente.
En 1561 la solicitación (delito cometido por el sacerdote que, aprovechando la
intimidad de la confesión, requería favores sexuales o tocamientos a una
feligresa) pasó a ser competencia del Santo Oficio de la Inquisición. La Orden
de San Francisco había ordenado a sus religiosos que no absolviesen a las
mujeres que “llegasen a confesarse con ellos enseñando sus carnes con sus
escotados”. Los jesuitas predicaban que las mujeres “subieran los jubones hasta
el cuello” para evitar dejar sus pechos a la vista del confesor. Pero el
escándalo no menguaba. Entre los valencianos es famoso el caso del párroco de Benigànim,
juzgado en 1608 por haber solicitado favores, nada más y nada menos, a 29
mujeres, la mayoría de ellas mozas, “con palabras lascivas y amorosas”.
¿Qué debían hacer,
pues, las mujeres para no caer en pecado ni provocar al varón? Pedro de Jesús,
el autor del tratado en cuestión, animaba a las “señoras” a corregir su
vestimenta y eliminar sus escotes. Y, por haber usado de dichos escotes en el
pasado debían hacer “una confesión general” porque de no hacerlo, “tendrán
grandísimas angustias en la hora de la muerte y grande batería del demonio...
si no procuran ahora con tiempo hazer penitencias y ajustar sus vidas...”. Unas
opiniones y consideraciones morales que, tres siglos después, nos resultan totalmente
disparatadas.
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